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EL RAID PARIS KABOUL PARIS 1970
El Melonero
Hacía ya varias horas que habíamos salido del
control de Herat, el Sol nos caía encima con toda fuerza, envuelto en una fina
calima que dejaba borroso el espejismo en el que se perdía la carretera. Era la
última etapa antes de llegar a Kabul, mil cien kilómetros de desierto en línea
recta. El calor nos aturdía y discutíamos sobre cualquier tema con tal de
romper la monotonía y el sordo ronroneo del motor. Cincuenta grados marcaba el
termómetro.
Vimos camellos solitarios que rebuscaban con el
hocico debajo de las piedras para encontrar algo de humedad o una brizna de
hierba, y levantaban la cabeza al oírnos pasar, mirándonos extrañados con su
cara de aburrimiento. De vez en cuando, alguna caravana se recortaba en la nube
de calima. Cruzaban la carretera y volvían a desaparecer, y nos hacíamos
preguntas con un involuntario matiz filosófico.
¿De dónde vendrían por ahí?
¿A dónde irá, si no hay nada?
Y seguíamos tragando kilómetros, pero parecía que
siempre estábamos en el mismo sitio. Cada dos o tres horas parábamos y nos
mojábamos la ropa con el agua del bidón y aprovechábamos para comer una tajada
de sandía. Nunca hubiéramos pensado que las sandías se conservaran tan frescas
por dentro. Pasó un Mehari suizo y nos saludamos. A bocinazos, como si hubiera
en el desierto otra cosa que nos pudiera distraer de su pasada. Iban los dos
con la cabeza envuelta en turbantes blancos que habrían comparado en el bazar
de Herat. Esperamos unos minutos hasta que desapareció el rumor a lo lejos. Ni un
solo ruido. El silencio pesaba tanto como el sol o el polvo…
¿Vamos?
¿Sí, vámonos?
Echamos agua en los asientos y otra vez en marcha.
Cuando arrancábamos pasaron unos franceses con los que habíamos cenado un par
de días antes y nos saludaron y se perdieron envueltos en el lago de aire
caliente que brillaba tembloroso a lo lejos.
Sabíamos que a la derecha estaba en Hindu Xus y a
veces, fijándonos bien, se adivinaba su impresionante silueta. ¿No hubiera sido
mejor atacar sus puertos a cuatro mil metros que eternizarnos en esta
interminable recta? Pero ya en Mashad unos canadienses que venían de Calcuta
nos habían advertido que se tardaba una semana en jeep. Y sólo teníamos día y
medio. Prometimos volver algún día y atravesar el imponente macizo.
Ya comenzaban a verse algunos huertos, apretados
en las riberas de algún pequeño arroyuelo, chupándole la escasa agua que les
traía de la montaña. Pero ahora nadie los cultiva, estaban todos los campesinos
al borde de la carretera.
Los niños corrían y gritaban alborotados, y los
viejos enturbantados, sentados en cuclillas, nos miraban pasar filosóficamente
sin parecer que le importara mucho. Los niños nos extendían dos dedos en uve,
como signos churchilianos de victoria, y gritaban “Mister, sigaret, sigaret,
mister” “Lo siento, no sigaret, finiahed”. Y, resignados, se volvían a poner en
cuclillas, esperando al otro mister. Excepto algún que otro inconformista que
nos despedían amistosamente a pedradas.
Kandahar debía estar cerca, pues ya se veían más
rebaños de ovejas y más camellos. Y también se veían casas de adobe, con
pequeñas cúpulas que se multiplicaban y se confundían con las dunas donde
morían las estribaciones del Hindu Kush.
La avenida de entrada en Kandahar estaba bordeada
de pinos. Eran la primera sombra que veíamos desde Harat, y había un militar
bajo cada árbol. Llevaba uniforme de gala para recibirnos, los pantalones
azules o grises y hacíamos esfuerzos por ver dos soldados vestidos de igual
manera.
Desde muy antiguo, Kandahar era el centro de
enlace de las caravanas que unían Kabul con Herat, Handahar, Karachi o Teherán.
Después de comer nuestro tradicional ahish kebab en un hotel (que anunciaba
“paychedelio ambianco” a los hippis en busca de paraísos artifíciales), fuimos
a ver el bazar.
Bazar de Kandahar… Sólo meses atrás estas palabras
nos sonaban a sueño inaccesible. Bazar de Kandahar, con sus sedas,
lapislázulis, pulseras de oro y topacio y alfombras de Boukhara. Por la
estrecha callejuela del bazar circulaban burros, bicicletas, y algún motorista
con aire de mucha dignidad. Estos últimos solían ir vestidos con un amplio y
elegante pijama azul y tocados con un gorro como el de Nehru.
Nadie vocea su mercancía. Frente a una tienda de
relucientes cacerolas un panadero tenía amontonados sus panes (pan-suela o
pan-servilleta, como los llamábamos) y compramos unos cuantos para acompañar
una lata de sardinas que todavía teníamos en reserva. Como de costumbre, una
manada de niños nos sigue, riéndose de nuestros pantalones cortos, pidiendo
cigaret, mister (¿creerán que es una sola palabra?) y tratando guiarnos cada
cual a la tienda de su padre. Los viejos, ellos, siguen en cuclillas con su
actitud de eterna espera, como si desde hace siglos esperasen a que ocurriera
algo por lo que valiera la pena moverse.
El colorido está en todas partes: en las frutas,
en los vestidos de las mujeres, en los camiones aparcados que están pintados
como si fueran guiñoles, en las fabulosas boukharas que se encuentran hasta en
la más humilde casa de té y que respetan los nativos descalzándose
religiosamente antes de entrar a tomar su “chai”. Entramos en una de estas
casas – nuestra escolta se quedó fuera – y pedimos “two chai” a un individuo
con cara de haber participado en la matanza del Khiber. Ensayamos la posición
de loto, pero nuestras caderas dolían y probamos a ponernos en cuclillas, como
la hilera de afganos que estaban tomando el té en la alfombra de enfrente. Al
rato desistimos, mientras los afganos reían llenos júbilo, y nos sentamos
llanamente en el suelo a tomar nuestro té verde. Afuera se oía el murmullo del
bazar, pero los clientes estaban en total silencio, bebiendo a pequeños sorbos,
mojando en el té un terrón de pan de azúcar y dejando que se les derritiera en
la lengua, como si se tratara de algún misterioso ritual.
Nos calzamos y salimos. Las hordas de niños se
habían disuelto y pudimos pasearnos tranquilos. Dos herreros daban forma a una
gran paila a golpes de martillo que retumbaban por toda la calle. Nos alejamos
de ahí huyendo del ensordecedor ruido y doblando una esquina aparecimos frente
a una tienda donde un anciano de ojos mongoles vendía espingardas y rifles
viejos, seguramente parte del botín que quitaron a los ingleses en el paso de
Khiber. Las espingardas tenían arabescos de marfil, y varias de ellas todavía funcionaban.
El viejo nos miraba con los ojos casi cerrados y no parecía molestarle que
estuviéramos hurgado en los mecanismos. Husmeando en la trastienda descubrimos
un samovar de cobre que desplegó bajo una capa de polvo una docena de medallas
de premios concedidos en ferias. Logramos distinguir entra las retahílas de
caracteres cirílicos algunos nombres que nos eran familiares: Moscú, San
Petersburgo, Odesa y, naturalmente, las fechas que evocaban tiempos de los
Romanov: 1900, 1899, 1901.No lo pensamos más:
¿Cuánto? … ehh… How much? Y frotábamos pulgar
contra índice.
El anciano sonrió, cerrando todavía más sus ojos,
y negó con la cabeza.
Debe de ser algún recuerdo. No insistas.
Pero debió de comprender y rápidamente abrió dos
veces sus manos con los dedos extendidos. “¿Twenty?” le dijimos, “No, no,
¡ten!”
El anciano, como indignado, empezó a frotar las
medallas con el borde de la manga y nos soltó una perorata en árabe, señalando
las inscripciones,
Twenty, twenty, y seguía frotando las medallas y
abriendo y cerrando el grifito. “Ten dollars, o nos vamos”, e hicimos ademán de
salir. Soltó un gruñido o una palabra en árabe y extendió la mano para recibir
su billete de diez dólares que se quedó examinando.
Salimos encantados con nuestra tetera rusa, y ya en
la calle nos paramos a observarla mejor. Tenía en la parte baja más detalles,
algunas en francés, y excepto un asa que faltaba, estaba en buen estado.
Se iba haciendo tarde y Kabul quedaba todavía
lejos. Íbamos hacia el coche cuando pasamos por un puesto de sandías y melones,
custodiado por un hombre de piel coloreada y suave y ojos oblicuos. Estaba con
varios amigos, todos en cuclillas y silenciosos, en eterna espera.
Al vernos las piernas desnudas rompió a reír,
enseñando una reluciente dentadura de oro, y sus acompañantes le corearon.
Nosotros dos nos mirábamos sin comprender muy bien tanto escándalo, pero al
cabo de un rato se calmaron y nuestro hombre se levantó y muy decidido, sin
preguntarnos nada, cogió un melón y lo puso en un platillo.
No, no, queremos una sandía, y le señalábamos el
otro melón. Nuestro hombre nos sonrió comprensivo, cogió otros tres melones,
los puso en el otro platillo y alzó victorioso su balanza. Pero no parecía
estás bien la medida, así que tomó un ladrillo y lo añadió a los tres melones.
Pero, oiga, queremos una sandía, san-di-a, y nos
acercamos a coger una. Nos paró levantándonos los brazos, y empezó a
explicarnos algo muy seriamente, mientras sus amigos asentían sonriendo. No
sabíamos si reírnos o coger una sandía, y ponerla en el platillo a la fuerza.
Seguía hablándonos, y ahora había dejado a balanza en el suelo y hacía grandes
gestos, señalando sus melones y sus sandías, y pedía su opinión a los otros y
todos decían que sí y sonreían.
Oye, vamos a sacarle una foto con sus melones.
Pero al ver brillar la cámara, todos se pusieron en pie de un salto y se
colocaron alrededor del melonero. Por nada del mundo iban a perderse el salir
en una foto. Y el melonero, no dispuesto a que le fotografiaran haciendo trampa
con las medidas, paró por fin de hablar, cogió las dos primeras piedras que
encontró, las puso en el otro platillo y alzó la balanza comprobando
triunfalmente que ambos lados pesaban lo mismo.
Sonó el chasquido, y no aguantando más, soltamos a
carcajada. El melonero nos miró sorprendido, miró a sus compañeros, y acabaron
todos riendo con nosotros.
Siendo al parecer imposible comprarle una sandía,
y viendo el trabajo que había costado pesar el melón, le ofrecimos unos afganis
para que lo cobrara. Muy ofendido, nos puso el melón en las manos y se negó
rotundamente a recibir nada.
Bueno, no comprendimos muy bien lo que había
pasado y nos despedimos de él agradeciéndole el regalo. Sonreía, y miraba
orgulloso a sus amigos que le correspondían la sonrisa, y mientras montábamos
en el coche nos decía adiós con la mano.
Dispersamos los niños que se arremolinaban
alrededor del Dyane y tomamos la ruta de Kabul. Todavía quedaban unos
trescientos o quinientos kilómetros.
José Manuel Cort Sanz
Santiago Ruiz-Morales
Qué bonito es estar loco
Miste, mister…
Asia es algo muy distinto a lo que esperábamos, a
la imagen que nos habíamos formado a través de las novelas o de las películas.
Asia ha superado la época en la que el extranjero
se le llamaba “ben saib”, ahora se le llama “mister”. Es 1970 y un continente
en trasformación. Es otro paso hacia delante.”
Pero dejemos de teorizar. ¿Por qué nos fuimos al
Afganistán en coche? En casa dijeron “porque estáis locos”. Cuando nos
entrevistaron por televisión la expresión fue dulcificada “estos jóvenes
‘chiflados’ se van a…”. Pero nosotros considerábamos que estábamos
perfectamente cuerdos. En cualquier caso y si alguien creyendo que nuestro
viaje fue una acción de personas no demasiado centradas, yo recuerdo el slogan
que un amigo mío, publicitario, puso de moda en España: “Déjese querer por una
loca”. Por ahí van los tiros. Si esto ha sido una locura es francamente bonito
estar loco.
¿Ha sido difícil correr un raid de casi 17.000
kilómetros? Bueno. Para nosotros fue todavía más dificultoso conseguir la
documentación… y el dinero.
Cuando todavía en Barcelona, repasábamos los mapas
del recorrido imaginábamos las mil y una aventura que podían ocurrirnos, creo
que no acortamos casi ninguna. Asia a pesar de los “mass media” sigue quedando
muy lejos, plasmada falsamente en unos libros de geografía que, no lo había
sabido hasta ahora, merecen la pena ser quemados.
¿Qué hace falta para atravesar Francia, Suiza,
Italia, Yogoslavia, Bulgaria, Turquía, Irán y Afganistán, en coche y con solo
29 días de tiempo? Evidentemente pocas cosas: Los 29 días, un coche y sobre
todo ganas.
¿Lo pasamos mal en algún momento? Claro. Era parte
de la emoción del viaje. Pero, sinceramente, esperábamos encontrar muchas mas
dificultades. Pienso que la peor fue la inexperiencia. Hicimos París Belgrado
en una sola etapa. Nos íbamos turnando en el volante y llegamos francamente
cansados. Nos sirvió para aprender que en un raid de este tipo hay que
dosificar fuerzas. Lo importante es dividir las energías. Llegar al control a
tiempo, claro, pero sin estar agotados. Y tal como teníamos planeado el
recorrido se podía hacer perfectamente. Había, repito, que dosificarlo.
París Belgrado no es una etapa con problemas.
Circulamos de noche, nos dieron la salida a las 21 horas, y nos encontramos con
toda la circulación que regresaba de vacaciones. Cada 4 o 5 horas nos
relevábamos. Para nosotros las carreteras eran totalmente desconocidas, en esto
nos llevaban ventaja los coches franceses o suizos, algunos de los cuales las
conocían palmo a palmo. No hubo problemas en las paradas para estirar las
piernas durante un rato.
Nos causó una cierta emoción la entrada en
Yugoslavia. Los españoles solo podemos entrar en los países de Este mediante un
pasaporte especial, facilitado para un solo viaje. Era un poco la fruta
prohibida, la manzana que Eva nos daba. El país nos sorprendió favorablemente,
como nos pasó con Bulgaria donde las características de raza y carácter del
hombre centroeuropeo se hicieron sentir con mayor fuerza. Tuvimos problemas
para entendernos. Recuerdo una anécdota. Paramos a desayunar en un restaurante
situado junto a la carretera. Tratamos de explicar a la camarera cual era el
menú que deseábamos. La muchacha asentía
con la cabeza. Probamos en francés y en inglés. En la mesa de al lado otro
equipo del raid trataba de hacerse entender en alemán. La camarera seguía
diciendo que sí. Al final a todos nos trajeron huevos al plato. Pero ¡qué
caramba! Estaban buenos.
Al regreso comimos en Sofía. Indudablemente fue la
ciudad que más sorprendió. El contraste era para nosotros mucho más fuerte que
el que sentimos en las capitales asiáticas. Su monumentalidad, la frialdad de
su gente… Sentimos algo parecido a lo que un habitante de un iglú del Polo
Norte sentirá al llegar a París.
Pensamos que Bulgaria era una nación que lucha por
abrirse paso, pensamos… muchas cosas y nos desesperaba un tanto no podernos
entender con la gente. Estábamos allí, en medio de ellos y sin embargo
estábamos incomunicados. ¿Cómo es el hombre de la calle en Bulgaria? No lo sé.
Pero sacamos una buena impresión de su silencio.
Por la noche ya estábamos en Turquía. Fueron 29
días devorando países, apartando de nuestra mente la idea de quedarnos en un
punto cualquiera y convivir con sus gentes. Para nosotros la carretera era un
poco un tubo de cristal que nos permitía ver el paisaje, pero no nos dejaba
entrar en él.
Estambul, al final de una recta, era el caos más
perfectamente organizado que jamás he visto. Allí había ya que olvidarse de
cómo se conducía en nuestra ciudad. Hay que adaptarse a una nueva vida.
Los días que pasamos en el “city center” del
fallecido imperio otomano serán difíciles de olvidar. ¿Por qué, por ejemplo, no
se respetan las señales de tráfico y en cambio no se producen accidentes? Es
difícil de comprender, supongo, para toda mentalidad occidental. Porque, aunque
todavía no habíamos cruzado el Bósforo ya estábamos en Asia. Es el pueblo y no
la tierra lo que une o separa.
¿Y las noches? ¿Qué se dicen de las noches de
Asia? Su cielo parece mucho más estrellado que el nuestro, apto para excitar la
imaginación de un poeta.
Nosotros dormíamos dentro del coche, de nuestro
Dyane, que habíamos habilitado para convertirlo en casa durante la noche. Es
prácticamente imposible explicar lo que se siente cuando tumbado en el coche,
la capota recogida, y teniendo como techo una cúpula de estrellas uno comienza
a pensar. Quizás eso sea la libertad.
Pero… había que pasar el siguiente control, volver
a la realidad. Carretera, carretera, carretera. Los ferris del Bósforo nos
avisaron de que cambiábamos de continente. Estábamos atravesando esos lugares
que el turismo normal no ve. El interior de los países, la realidad de los
problemas.
En Turquía nos chocaban los niños sin escuela y
las caravanas militares. Parecían dos castigos a los pecados del hombre. El
exotismo que para nosotros pueda representar una mezquita lo rompía la
presencia de un tanque o un soldado armado de metralleta.
Atravesamos los primeros trozos de pista. La zona
de los vados. Los pasamos de noche, buscábamos alguna emoción y tuvimos emoción
y resfriado. Nos despertaron los ladridos de un perro que acompañaba un rebaño
de ovejas
Aquella mañana cambiamos las ruedas. Era
aconsejable la banda dura. Nuestro Dyane se estaba portando francamente bien.
Por cierto, nosotros lo llamábamos “Moshé Dayan” por su similitud de
pronunciación con el ministro israelí. No tuvimos ni una sola avería en todo el
viaje, ni un solo pinchazo. Eso sí, se nos rompió el parabrisas delantero de
noche y en pista. La piedra la había lanzado un compañero que ni tan siquiera
se dio cuenta de ello. Estábamos muy cerca de Mashad y la primera agencia de
Citroën nos solucionó el problema.
Teherán había sido un paréntesis en nuestro viaje
por Asia, presenta el aspecto de una ciudad incorporada plenamente a occidente.
Su ritmo de vida, la actitud de sus gentes, la industria que la rodea. El bazar
es un rincón aparte aquello sí que es la Persia de los libros de texto. Pero
las grandes plazas, las anchas avenidas, las bebidas de cola y las agencias de
las grandes compañías aéreas, nos hacían sentirnos como en casa.
De Teherán hacia adelante. Hacia Herat, Kabul y el
regreso. Paso de frontera aparentemente improvisado en Persia. Cola, larga
cola, por cierto. Allí pude comprobar, como en otros puntos de nuestro viaje
que todo lo que tiene de aventura el recorrido que hemos realizado va a
desaparecer. Carreteras anchas y bien cuidadas se están construyendo junto a
las actuales pistas. El progreso resta belleza salvaje y la sustituye por otra
diferente, la belleza del ordenador y la informática a la que nuestras
mentalidades no están desde luego acostumbradas.
Herat, ya en Afganistán, era el contraste de
nuestro tiempo. Una ciudad moderna con hoteles que envidiarían muchas ciudades
europeas y mentalidad oriental. Pasamos el control y seguimos camino. No
pudimos resistir la tentación de sentarnos un rato en la carretera, sentir el
calor de una noche tibia, mirar las estrellas y charlar un rato. La carretera,
sin tráfico, e iluminada tan solo por la Luna era un espectáculo de los que no
se repiten con frecuencia. A un lado y a otro del desierto jugando a las
sombras. De repente un control de policía: “pueden continuar”. El camina hacia
Kabul fue penoso. No estábamos acostumbrados a las temperaturas tan elevadas.
Fue quizás el día más desesperante. Un río mitigó la situación.
Kabul se abrió ante nuestros ojos cerca de la una
de la madrugada. Estaba vacío. Tan solo los agentes de tráfico que esperaban
nuestra llegada. Una ducha y una cena. Un placer de mitología griega de cuento
oriental.
Kabul fue el espectáculo distinto con el que nos
enfrentamos cada día. Las mujeres cubiertas de pies a cabeza. Los turbantes,
las mezclas de razas. Y un contraste: los hippies. Porque Afganistán es la
antesala del Asia paradisiaca donde el hippie se ha refugiado. Es el camino
hacia el Paquistán, la India, el Nepal. Santuarios de una cultura de una
cultura distinta, mitificada, con razón, por la intelectualidad occidental.
París Kabul, faltaba Kabul París y lo logramos. El
regreso, aunque más apretado de tiempo fue más fácil, teníamos ya una
experiencia.
¿Qué fue lo más importante del viaje? Haber:
convivido con gente tan distinta de lugares tan lejanos. Habernos acercado a
ese mundo que lucha por conocernos a nosotros, por mejorar tu status de vida.
Porque el primero, el segundo y su Tercer Mundo sean uno solo.
CARRERAS-BUESO-DAROCA
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